En América Latina y el Caribe, las mujeres enfrentan profundas desigualdades estructurales que limitan su acceso al trabajo formal, a la propiedad y al crédito. Según el Panorama Laboral de la OIT, cerca del 54 % de las mujeres se encuentran empleadas en el sector informal, frente al 47 % de los hombres, lo que implica mayores brechas salariales, inestabilidad laboral y una falta sistemática de derechos como licencias por maternidad o acceso a salud (D’Alessandro, 2016). A pesar de contar con mayores niveles educativos, las mujeres siguen enfrentando obstáculos persistentes para acceder a espacios de poder, recursos económicos y patrimoniales. Esta desigualdad se expresa no solo en términos de ingreso, sino también en el desigual acceso a la tierra, la vivienda y el crédito formal, lo cual compromete seriamente su autonomía económica (D’Alessandro, 2016).
En este contexto, la inversión social privada (ISP) ha emergido como un actor clave en los esfuerzos por cerrar las brechas de género. Definida como la práctica voluntaria del sector privado de destinar recursos financieros y no financieros para atender necesidades sociales específicas (KPMG, 2016; Chávez et al., 2012), la ISP ha comenzado a enfocarse en el empoderamiento económico femenino como una vía para lograr desarrollo sostenible. Organizaciones como Pro Mujer, Fundación BWWB, BBVA, Fundación Andes de Cajamarca y Peace Corps han desarrollado programas que promueven el acceso de las mujeres a servicios financieros, propiedad de activos productivos y educación financiera, especialmente en poblaciones vulnerables.
Sin embargo, a pesar de estas iniciativas, persisten importantes barreras. En toda la región de América Latina y el Caribe, las mujeres tienen menos probabilidades que los hombres de ser propietarias de tierras o viviendas y más probabilidades de habitar zonas informales. En países como Perú, Honduras o Nicaragua, apenas entre el 13 % y el 20 % de las mujeres declaran tener propiedad individual de tierras (Libertun, 2021). A esto se suma la dificultad de acceder al crédito formal: aunque las mujeres tienen un menor índice de incumplimiento que los hombres, se enfrentan a criterios más exigentes, tasas de interés más elevadas y montos de financiamiento más bajos (Banco de México, 2024; El Economista, 2025). Estas condiciones reflejan sesgos de género que no solo limitan el acceso individual de las mujeres al sistema financiero, sino que reproducen desigualdades estructurales de largo plazo.
Dado este panorama, se hace necesario analizar cómo y en qué medida las acciones de inversión social privada han contribuido a reducir estas desigualdades, particularmente en el acceso a propiedad y crédito. Este trabajo parte de la premisa de que invertir en la autonomía económica de las mujeres no solo es una cuestión de justicia social, sino también una estrategia eficaz para promover el desarrollo equitativo y sostenible. A través del estudio de casos de ISP en América Latina, se buscará identificar sus principales iniciativas, examinar sus acciones concretas, visibilizar las barreras que persisten y proponer estrategias que fortalezcan su impacto transformador.
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